Experiencia, confianza y veracidad.


Saber vivir y saber morir

17.04.2014 12:21

Hay frases que nos calzan más que otras, quizás porque se amoldan a una situación que estamos viviendo, es lo que me escribe la mayoría de los lectores que se comunican conmigo cada semana. Lo puedo comprender porque también me sucede; recuerdo con nitidez el momento en que habiéndome convertido en hombre viudo no podía resignarme a usar esta palabra. Una noche escuchaba una entrevista que le hacían a María Kodama , ella dijo: “No me convertí en la viuda de Borges sino en el gran amor de Jorge Luis Borges”. Tan pronto hube escuchado aquella declaración tomé conciencia de que las palabras no tienen importancia sino el significado que les damos. No por tener título de doctor, licenciado, ministro o presidente nos convertimos en tales, resulta ser solamente la puerta abierta para desarrollar nuestra capacidad, cumplir con los requisitos. Se usa con tremenda inconsciencia la palabra maestro, pues todos somos eternos aprendices: maestros fueron Gandhi, Krishnamurti, Sidarta Gautama, Sócrates, entre otros, aunque me guste en una escala obviamente más modesta otorgar el título de maestro al mejor de los artesanos o de los artistas.

Tomar conciencia de nuestra real capacidad o limitación sería preguntarnos qué podríamos enseñar a un hombre de la más remota prehistoria si existiera el túnel del tiempo. Personalmente creo que ni siquiera lograría hacerles descubrir el secreto del fuego, salvando el caso de que apareciera una tormenta con rayos en el lugar adecuado. Aclaro que no me convence un retroceso evolutivo del ser humano cayendo de la posición del supuesto Adán al nivel del pitecántropo erecto. Todos tenemos cierta vocación para evolucionar y para ello es importante el intercambio afectivo o espiritual entre seres humanos. La base de la lucidez es la conciencia que tenemos de nuestra limitada autonomía de vuelo siendo el sentido del humor por esta razón imprescindible. Todo lo que vamos amontonando, comprando, atesorando, tiene una restringida utilidad, la belleza o la destreza física suelen decaer con los años, nadie inventó hasta la fecha el secreto de la eterna juventud por más que Bogomoletz haya pretendido que ni la muerte ni la vejez existían sino que ambas eran patológicas.

De cierto modo es saludable vivir como si no existiera un final; hasta el hombre más viejo piensa que puede aguantar unos años más, por eso mismo mantenemos vivas las ilusiones, hacemos proyectos como si nada. Aún cuando siguen muriendo amigos, allegados, confiamos estar en compás de espera para largo. Domesticar la idea de nuestra obligada desaparición es una forma razonable de concebir la filosofía . El día que me muera quisiera tener las agallas de la Vizcondesa Astor (Lady Astor), quien viendo mucha gente alrededor de ella preguntó justo antes de exhalar su último suspiro: “¿Es mi cumpleaños o me estoy muriendo?” O la viveza de Gay Lussac diciendo: “Me da pena irme cuando eso empezaba a ser divertido”. Por más que nos otorguen solo aquella breve vuelta en el carrusel de la vida, lo sano es disfrutarla.

 

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